Sin conocerse a sí mismo, haga uno lo que hiciere, no es posible
el estado de meditación. Entiendo por «conocerse a sí mismo», conocer cada
pensamiento, cada estado de ánimo, cada palabra, cada sentimiento; conocer la
actividad de la propia mente, no el yo supremo, el gran yo; no existe tal cosa;
el yo superior, el atma, sigue estando dentro del campo del pensamiento. El
pensamiento es el resultado de nuestro condicionamiento, es la respuesta de
nuestra memoria, tanto de la ancestral como de la inmediata. Si no hemos
establecido primero, de manera profunda, irrevocable, esa virtud que adviene
cuando nos conocemos a nosotros mismos, el mero intento de meditar es
totalmente engañoso y absolutamente inútil.
Por favor, es muy importante que aquellos que son serios,
comprendan esto. Ya que si no lo hacen, su meditación y el vivir factual
estarán divorciados, separados, tan ampliamente separados que, aun cuando uno
pueda meditar, adoptar posturas indefinidamente por el resto de su vida, no
verá más allá de su nariz. Cualquier postura que adopte, cualquier cosa que
haga, no tendrá en absoluto sentido alguno.
...
Es importante comprender qué es este conocerse a sí mismo: simplemente, estar
atento, sin opción ni preferencia alguna, al «yo», el cual tiene su origen en
un haz de recuerdos; sólo estar conscientes de él sin interpretarlo, tan sólo
observar el movimiento de la mente. Pero esa observación se ve impedida cuando,
por medio de la observación, uno se limita a acumular ideas sobre qué debe
hacer, qué no debe hacer, qué debe lograr. Si procedemos así, ponemos fin al
proceso vivo que es el movimiento de la mente centrada en el «yo». O sea, tengo
que observar y ver el hecho, lo factual, lo
que es. Si esa observación la abordo con una idea, con una opinión ‑como la
de «no debo», o «debo», que son las respuestas de la memoria-, entonces el
movimiento de lo que es se ve
obstaculizado, bloqueado; por lo tanto, no existe el aprender